Recuerdo esas mañanas de invierno cuando abandonaba la costumbre de hacerme un café, o me lo hacía y venías tú. Me decías que el mundo era demasiado cruel como para no darte un abrazo, como para apoyarme en tan solo un café matutino.
Y te abrazaba.
Y te decía que no, que tú eras mi café favorito.
Y el mundo se me iba abajo cuando salías por la puerta.
Recuerdo que me apoyaba en la ventana a esperar tu regreso mientras me fumaba un cigarrillo y cuando volvías me decías que yo era lo bastante fría a veces como para buscar el confort en un simple vicio.
Y me abrazabas.
Y te decía que no, que tú eras mi cigarro más preciado.
Y el mundo empezaba a ser un lugar bonito hasta que volvías a salir por la puerta.
Las cosas empezaron a cambiar cuando empezaste a llegar tarde a casa, cuando los abrazos fueron cambiados por las discusiones, y cuando las esperas y las despedidas ya no me rompían. Tus abrazos fueron cambiados por el café y por los cigarrilos.
(Mucho más que antes cuando no solía tenerte.)
Pero esta vez no caliente y tampoco encendidos.
Te esperaba y te esperaba.
Y el café se enfriaba y los cigarros se apagaban.
Como mi corazón, que se caía a pedazos.